Kerry 1, Bush 0. Este podría ser uno de los titulares más repetidos en la prensa española a la hora de analizar el primer debate de las elecciones presidenciales de los EE.UU., que en general ha sido calificado como una victoria del aspirante. Claro que eso es en la prensa española, en la que los candidatos demócratas suelen despertar muchas más simpatías que los republicanos; los periódicos norteamericanos hablan más bien de un empate.
Pero los periódicos de aquí y los de allá sí que coinciden en una cosa: nos cuentan todos y cada uno de los detalles del debate. Y eso que a priori no debería haber muchos: las nada menos que treinta y dos páginas de reglas de juego limpio no dejaban espacio ni siquiera para que los candidatos se dirigieran preguntas el uno al otro, que abandonasen sus atriles o que la tele enfocase esas muecas tan divertidas que suelen hacer cuando fingen escuchar al adversario. De lo más soso, vaya.
Claro que todas esas tonterías tienen su explicación. La cosa viene de aquel legendario debate entre Kennedy y Nixon, debate que para quienes lo escucharon por radio fue ganado cómodamente por Nixon, pero en el que la imagen y la telegenia de Kennedy arrasaron entre los espectadores de televisión hasta el punto de llevarle a ganar las elecciones. Desde aquello, los asesores de imagen han llevado esto de los debates hasta tal extremo que... bueno, que incluso se pactan reglas tan aparentemente tontas como las del debate del otro día.
Hombre, algunas veces ese mimo por los detalles tiene justificación. Hay que reconocer que la imagen es importante, y un candidado bien vestido y correctamente peinado normalmente dará mejor impresión que un tipo andrajoso y desgreñado. Un traje oscuro, que causa impresión de formalidad, una corbata de buen gusto pero lo suficientemente discreta como para no distraer a los espectadores, y una camisa que no sea de rayas (quedan fatal en la tele) parecen requisitos razonables para un debate electoral, igual que lo son para una entrevista de trabajo o un acto más o menos formal. Pero no me negarán que de ahí a establecer el modelo de bolígrafo de los candidatos o las medidas exactas de sus atriles hay un abismo.
Y, sin embargo, seguramente ese abismo está justificado. En teoría, lo importante de los candidatos debería ser su programa y su capacidad para llevarlo a cabo. Y aunque en un rato de televisión no se puede pedir que nadie se dedique a explicarnos con pelos y señales cuáles serán sus prioridades en materia de promoción de la industria conservera del garbanzo, pongo por caso, la impresión que tiene uno es que los espectadores de un debate electoral deberían estar más interesados en qué dicen los candidatos que en cómo lo dicen. O, ya puestos, en si se han sonado la nariz seis veces, en tres ocasiones han tomado aire antes de hablar, y dos veces han murmurado la palabra gilipuertas cuando hablaba su contrincante.
A pesar de lo cual, precisamente es de eso de lo que han hablado los analistas. La política internacional y de seguridad de los EE.UU. es importantísima para los norteamericanos, pero también para los demás ciudadanos del mundo, y en ese sentido resultaría muy interesante saber si Bush ha aprendido por fin a situar Iraq en un mapa, o cuál es la opinión que tiene Kerry sobre Afganistán. Bueno, quiero decir cuál es la opinión que tiene esta semana, que el candidato demócrata, como buen aspirante, mira la encuesta del día antes de decidir qué opina sobre cualquier cosa.
Pero no. Los analistas se han entretenido en contarnos el lapsus de Bush, que cuando le preguntaron por el acoso a Bin Laden aseguró solemnemente que acabaría con Sadam Hussein, una traición del subconsciente la mar de divertida, pero mucho menos interesante que enterarnos de qué piensa hacer concretamente para acabar con el terrorismo de Al Qaeda. O que Kerry se tocó la nariz no sé cuántas veces, en un gesto de nerviosismo.
Y, la verdad, eso de que la presidencia de un país como EE.UU. pueda depender de que uno de los candidatos se resfríe y se pase el debate estornudando, o que el otro sea incapaz de evitar poner los ojos en blanco cuando escucha que su adversario ha dicho un disparate, o que Bush suspire más veces que Kerry, o que Kerry se rasque la oreja más veces que Bush, resulta como mínimo preocupante.
Y no sólo por la consideración que nos merezcan los votantes norteamericanos. Porque, no lo olvidemos, aquí también se hacen debates, también se cuida hasta el mínimo detalle, y también se da mucha importancia a la forma de comportarse, de gesticular y de hablar, de sonreír o de fruncir el ceño, que a que realmente se diga algo que merezca la pena escuchar. La imagen, y sólo la imagen, mueve muchos votos. Y deberían ser otras cosas las que decidieran el resultado de unas elecciones. Digo yo.
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