Es muy probable que el primer animal domesticado, hace más de doce mil años por el hombre fuera el perro. Los indicios más antiguos de la convivencia entre perros y hombres datan de alrededor del año 10.000 antes de Cristo, dos mil años antes de la domesticación de la oveja. De hecho, la domesticación del perro es anterior incluso a la aparición de la agricultura o de las primeras sociedades sedentarias.
A lo largo de estos doce mil años el perro se ha ocupado de múltiples tareas útiles. Acompañó a los hombres en sus expediciones de caza, vigiló sus campamentos y luego sus granjas y sus casas, acarreó sus pertenencias, ayudó a cuidar de su ganado... y sigue haciéndolo.
El perro incluso ha llegado a desempeñar funciones que, en una persona, calificaríamos de altruistas. Los Terranova siempre estarán acompañados de su leyenda de salvadores de personas caídas al mar, y los perros del Hospicio del Gran San Bernardo rescataron a más de dos mil quinientos viajeros atrapados en las terribles ventiscas y tormentas de nieve de los Alpes. Y seguirían haciéndolo, si no fuera porque la aparición de los helicópteros supuso que su papel de perros de rescate haya pasado a razas más ligeras y por tanto más fáciles de transportar por vía aérea.
Las imágenes de terribles terremotos, inundaciones y catástrofes siempre nos ofrecen la estampa de algún perro de rescate empleando su olfato y su oído para intentar encontrar alguna víctima entre los escombros. Nuestra sociedad sería mucho más insegura si no fuera por los perros especializados en detectar drogas y explosivos.
Y para los ciegos, los perros lazarillo son nada menos que los ojos con los que pueden seguir viendo el mundo.
Hace unos días, un grupo de invidentes y deficientes visuales se disponía a hacer el camino de Santiago desde Astorga. No es la primera vez que lo hacen: en 1999 organizaron la expedición desde Luarca, y en 2001 repitieron caminando a Santiago desde Tuy. En esta ocasión se han reunido veinticuatro ciegos y deficientes visuales, acompañados por ocho monitores y un perro guía que les ayudarán a superar las dificultades de los doscientos cincuenta y nueve kilómetros que recorrerán.
Lo que no esperaría nadie es que esas dificultades iban a empezar antes incluso de su salida. Y es que, al ir a visitar la catedral de Astorga, alguien negó la entrada al perro guía. La escena se repitió dos veces, y finalmente el perro pudo entrar sólo cuando se presentó allí la policía municipal para levantar acta de la incidencia. Ocurrió, para más inri, el día de San Roque.
Doce mil años de convivencia entre el hombre y el perro son muchos años. Muchos más de los que necesita un perro para premiarnos con su ayuda, su lealtad y su cariño. Y, sin embargo, por lo visto aún no son suficientes como para que todos los seres humanos les tratemos al menos con respeto. Cada vez hay más gente que se preocupa por el maltrato a los perros, pero también sigue habiendo malnacidos capaces de colgarlos de un árbol cuando los años hacen que disminuya su olfato para la caza, o arrojarlos a una cuneta cuando dejan de ser aquel lindo cachorrito del que se encapricharon sus niños. O entrenarlos para convertirlos en animales agresivos. O torturarlos por el simple, perverso y enfermizo placer de ver sufrir a otro ser vivo.
Y sigue habiendo alguien capaz de prohibir la entrada a una catedral a un perro lazarillo. Simplemente por ser un perro.
Y es que sí, doce mil años son muchos años. Pero, a pesar de tenerlos tanto tiempo entre nosotros, los perros no han conseguido que los hombres aprendamos a ser tan buenas personas como ellos.
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