Antes, cuando vivía en un apartamento, veía desde mi terraza el mar. Veía la bahía de Benidorm, con esa torre de vigía sobre el Tossal de la Cala que marcaba el límite de sus aguas siempre apacibles. Veía, más a lo lejos, el Cabo de las Huertas, como un gran dedo con el que Alicante quisiera acariciar ese mar al que, paradojas de la vida, siempre ha intentado dar la espalda. Y veía, finalmente, el Cabo de Santa Pola, en el que un faro señalaba la promesa segura de tranquilidad para tantos veraneantes de estas costas.
Hoy vivo en otra casa, y mira hacia el otro lado. Hacia Altea,
la blanca, coronada por su iglesia. Hacia Calpe, con ese peñón que, me contaron (¿será verdad?; tal vez
alguien nos lo aclare), sirvió de excusa para que romanos y cartagineses se liasen a tortas por lo que entonces era aún una
tierra de conejos, de salazones, vino y aceite, y de feroces guerreros.
Hoy he tenido que mirar otra vez hacia el suroeste, hacia Santa Pola. Han pasado ya muchos siglos, pero aún quedan en esta España nuestra algunos de aquellos guerreros semisalvajes de los que hablaban, con poco disimulado horror, los historiadores antiguos. Aún quedan bestias humanas sueltas por ahí, dispuestas a luchar contra un enemigo imaginario, a matar a una niña que jugaba en su dormitorio, a un señor que pasaba tranquilamente por allí. "Valientes"
gudaris que, en nombre de una idea absurda concebida por una mente enferma, aprietan un botón desde una distancia segura, luchando por la "libertad de Euskadi" contra la pobre gente que esperaba el autobús para volver a casa después de un domingo de playa.
Santa Pola, como
Fuengirola, como tantos lugares de la costa española, es un lugar de acogida. Un lugar en el que buscan descanso gentes de todos los lugares, de todas las ideas. Algunos, sin duda, compartirán las de esos malnacidos, y aplaudirán la "hazaña" de matar a una niña, feroz enemiga de la "patria vasca", y a un hombre, probablemente uno de esos españoles que tiranizan y explotan a Euskadi aunque, ¡ay!, tuviera que viajar en autobús. Pero al menos callarán. Su valentía es como la de sus héroes etarras: les dura mientras dure su seguridad y su anonimato.
Pero hay otros, cómplices y colaboradores, que aplauden en su interior, mientras deciden que -así son las circunstancias- deben dedicar unos minutitos de su precioso tiempo a
poner carita de pena. A hacer como sintieran unos crímenes que sirven a sus mismos intereses, que cometen sus amigos y aliados. Total, ¿qué son cinco minutos? ¿Qué son unas lagrimitas de cocodrilo? Tienen el resto del tiempo para
preocuparse del "sufrimento de los presos", para
oponerse a la persecución legal de los cómplices de los asesinos y para
señalar a las futuras víctimas.
Ellos también son asesinos. Sólo que no aprietan el botón. Ni siquiera desde una distancia segura, con el coche en marcha y preparados para huir.
Son aún más cobardes.
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