Cuentan que Isabel de Farnesio, esposa de Felipe V, se llevaba fatal con su nuera, Bárbara de Braganza. Por lo visto, las peloteras que armaban tan ilustres damas atronaban los pasillos del
Palacio de la Granja, y sólo las intervenciones de
Su Catholica Magestad evitaban males mayores.
Hasta que Felipe V murió, y subió al trono su hijo Fernando VI. Arreciaron entonces las discusiones, los gritos y, cabe suponer, los regios tirones de los pelos. De modo que, finalmente, la suegra se marchó de casa dando un portazo y se fue a vivir a
otro palacio oportunamente construido al efecto.
La Historia de España (y su Geografía) están llenas de palacios. Reales Sitios, alcázares, castillos... Pabellones de caza, discretos (pero ostentosos) picaderos, y hasta la
versión herreriana de las pirámides de Egipto. Nuestros reyes, como buenos déspotas, jamás se privaron de nada, y los Austrias y, especialmente, los Borbones, fueron hábiles a la hora de emplear los dineros públicos en toda clase de caprichos privados, inmobiliarios o no.
Pero, claro, eso era antes. Ahora vivimos en una democracia, en un Estado Moderno, y cuando un hijo quiere marcharse de casa, sea un humilde currante o sea el Príncipe Heredero, tiene que pasar por el aro del alquiler o la hipoteca, y cargar a la sufrida nómina los gastos de su nuevo hogar.
Y claro, sabiendo que
aquí todos somos ya iguales, comprenderán ustedes que me indigne al leer
infundios sobre la casita del Príncipe, producidos sin duda por esa terrible conspiración republicana (y masónico-comunista) que tantos males nos ha traído.
¡Mira que decir esas cosas! Señores, por favor. Que estamos ya en el siglo...
...¿XVII?
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